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La camisa del hombre contento

Recopilado por Italo Calvino

Un Rey tenía un hijo y lo quería como a la luz de sus ojos. Pero este Príncipe estaba siempre descontento. Pasaba días enteros asomado al balcón, mirando a lo lejos.

- ¿Pero qué te falta? – le preguntaba el Rey - ¿Qué es lo que te pasa?

- No lo sé, padre mío. Ni siquiera yo lo sé.

- ¿Estás enamorado? Si quieres a una muchacha, dímelo y la haré tu esposa, sea la hija del rey más poderoso de la tierra o la campesina más miserable.

- No, padre. No estoy enamorado.

A todo recurría el Rey para distraerlo: teatros, bailes, música, canto; pero nada servía. El rostro del Príncipe iba perdiendo el color día a día.

Entonces, el Rey publicó un edicto. De todas partes del mundo acudieron las personas más instruidas: filósofos, doctores, profesores. Luego del ver al Príncipe, todos se retiraron a meditar y después volvieron junto al Rey.

- Majestad, hemos pensado y  hemos leído las estrellas, y he aquí lo que debéis hacer: buscad a un hombre contento, pero contento de todo y por todo, y cambiad la camisa de vuestro hijo por la suya.

Ese mismo día, el Rey envió embajadores por todo el mundo para que buscaran a un hombre contento. Le trajeron a un cura.

- ¿Estás contento? – preguntó el Rey.

- Sí, Majestad.

- Bien. ¿Te gustaría ser mi obispo?

- ¡Oh, claro que sí, Majestad!

- ¡Entonces vete! ¡Fuera de aquí! Busco un hombre feliz y contento en su estado, no uno que quiera estar mejor de lo que está.

Y el Rey se puso a esperar a otro. Había un rey vecino, le contaron, que vivía de veras feliz y contento: tenía una mujer hermosa y buena, gran cantidad de hijos, había derrotado a todos sus enemigos en la guerra y su país estaba en paz. El Rey, de inmediato, mandó embajadores para que le pidieran la camisa.

- Sí, sí – dijo el rey vecino al recibirlos – no me falta nada. Es una lástima que, teniendo tantas cosas, igual deba morir y dejarlo todo. ¡Con ese pensamiento sufro tanto, que de noche no duermo!

Los embajadores juzgaron, con toda razón, que era mejor regresar.

Al enterarse, el Rey decidió ir de cacería, para desahogarse un poco. Le disparó a una liebre y creía haberle acertado, pero el animalito huyó dando brincos. El Rey lo persiguió y se alejó de su séquito. En el medio del campo, oyó una voz de hombre que cantaba una cancioncilla. “Quien canta así, tiene que estar contento” pensó. Y siguiendo el sonido de la voz se metió en una viña. Entre las hileras vio a un joven que cantaba mientras podaba las vides.

- Buenos días, Majestad – lo saludó el joven - ¿Tan temprano y ya en el campo?

- Bendito seas ¿quieres que te lleve conmigo a la capital? Serás mi amigo.

- Ay, majestad, os lo agradezco, pero no me interesa. No me cambiaría ni por el Papa.

- Pero ¿por qué? Tú, un joven tan apuesto…

- Que no, os digo. Estoy contento como estoy, y ya.

“Al fin un hombre feliz” Pensó el Rey.

- Escúchame, joven, debes hacerme un favor.

- Si puedo, Majestad, lo haré de todo corazón.

El Rey, que no cabía en sí de alegría, le dijo que aguardara y fue a buscar a su séquito.

- ¡Venid, venid! ¡Mi hijo está curado! ¡Mi hijo está curado!

Llegaron todos ante el joven, y el Rey le dijo:

- Joven bendito, te daré lo que quieras, pero dame… dame…

- ¿Qué cosa, Majestad?

- ¡Mi hijo está a punto de morir! ¡Sólo tú puedes salvarlo! – desesperado el  Rey se arrojó sobre el joven y comenzó a desabotonarle la chaqueta. Súbitamente, de detuvo y los brazos se le aflojaron.

El hombre contento no tenía camisa.

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