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El címbalo de oro

En el tiempo que no se cuenta hubo en Ia Tierra del faisán y del venado un pueblo feliz. Feliz el pueblo de aquel reinado porque olvidando guerras y sacrificios supo cuidar los campos de tal modo, que hasta los cerros florecieron y más feliz el Rey sabedor de los bienes de sus súbditos, viendo ensancharse Ia ciudad, rica ciudad, alrededor del Palacio Blanco que habitaba, siempre guardado por muchos y muy buenos guerreros devotos de la “serpiente de plumas de oro”, su jefe y señor.

Pero la mano que todo Io domina, la que reparte el rocío del cielo y el calor de la tierra, tenía dispuesto lo que sucedió y que váis a oír.

Cerca de los dominios del Rey Feliz y en la falda de un monte misterioso, habitado por corcovados, había un pueblo y en el pueblo una vieja hechicera que conocía los secretos de las hierbas y podía recoger la plata de la luna.

Habitaba una cabaña formada con tierra y hojas de palmera en el confín del pueblo; nadie vivió en ella nunca sino la vieja desde hacía muchos años, hasta que sintiendo próxima en muerte, quiso tener un hijo. Para lograrlo, fuése una noche al monte de los corcovados misteriosos y de ellos recibió un huevo grande, más grande que los de las águilas, que puso a incubar debajo de la tierra de su choza.

Del huevo brotó un niño con cara de hombre que no creció más de siete palmos y dejó de crecer; pero era despierto como una ardilla y desde que nació hablaba y sabía tantas cosas que maravillaba a las gentes. La vieja contó que era su nieto para que se lo creyeran.

La vieja acostumbraba ir todos los días con su cántaro a traer agua del pozo público, y el enano quedaba solo en la casa y lo registraba todo.

Sucedió que él había puesto su atención en que su abuela no se separaba nunca de las tres piedras del hogar, y, cuando iba a salir, lo tapaba cuidadosamente. El enano quiso saber qué había allí escondido.  Para esto, como era sagaz y malicioso, imaginó hacer un agujero en el fondo del cántaro, para que cuando la vieja fuese con él por agua, no lo pudiese llenar y tardara mucho y entonces él tuviera tiempo de remover las cenizas del fogón.

Y aquel día, mientras la abuela estaba esperando que el cántaro agujereado se llenara, el enano fue,  removió las cenizas y metió las manos adentro de ellas; y he aquí que sacó afuera un címbalo de oro. Y fué y lo golpeó con una varita.

El címbalo resonó con un sonido terrible, como el de un trueno espantoso, que se oyó en toda la tierra y la estremeció.

Llegó la abuela y dijo desolada al enano:

- ¿Qué has hecho infeliz?

A lo que el enano respondió:

- Yo no he hecho nada, un pavo fue el que gritó dentro del monte - Y ya había ocultado presuroso el  címbalo bajo las cenizas. Pero la vieja sabía la verdad y no le creyó.

Estaba dicho que aquél que encontrara el címbalo de oro escondido debajo de la tierra y del fuego, haciéndolo sonar, destronaría al Rey Feliz del vecino reinado, por lo que Ia noticia se esparció por toda la comarca con gran alboroto y el viejo Rey que estaba dormido en la casa blanca, despertó y de los pies a la cabeza tembló de espanto.

Hizo marchar a sus hombres por todos los caminos a buscar al que había tocado el instrumento terrible de la terrible música; los que encontraron al enano lleváronle delante del viejo Rey, quien lo esperó sentado en su trono en medio de la plaza y debajo de una ceiba que tenía mil años.

Todos los consejeros del Rey rieron al ver llegar al enano pensando que era muy pequeño para destronar a su Señor, por lo que le aconsejaron que lo pusiera a prueba. Entonces dijo el anciano Rey al enano:

- Si en verdad eres el que ha de sucederme, demuéstralo.

Y el enano contestó:

- Pregunto, cómo he de demostrarlo.

Y dijo el Rey:

- Si eres tú quien ha de sucederme, has de tener más sabiduría que yo mismo. Dime pues, sin equivocarte en uno solo, cuántos frutos hay en las ramas de esta ceiba que nos tiene a su sombra.

Y el enano miró las ramas del árbol grande, lleno todo de frutos menudos, y respondió:

- Yo te digo que son diez veces cien mil y dos veces setenta y tres y si no me crees, sube tú mismo al árbol y cuéntalos uno por uno.

Quedó confuso el viejo Rey; pero entonces salió de la ceiba un gran murciélago que le dijo al oído:

- El enano ha dicho la verdad.

Mas no se dio por vencido y para proponer al enano una segunda prueba, levantó los ojos llenos de orgullo y dijo:

- Bien saliste, al parecer, de la primera, prueba; pero esto no es bastante. Mañana mandaré que alcen un tablado en medio de esta plaza y allí, delante de todo el mundo, el Ministro de Justicia romperá sobre tu cráneo, con un mazo de piedra, una, medida llena de cocos. Si puedes quedar a salvo, será verdad que eres el Rey venido a sustituirme.

Oyó el enano y dijo:

- Consiento, pero siempre que aceptes sufrir la misma prueba si yo quedo vivo.

- Yo sufriré lo mismo que tú puedas sufrir - dijo el Rey viejo - Vuelve pues, por donde viniste y preséntate mañana aquí.

- Iré y volveré - habló el enano - Pero el camino que trae aquí desde mi casa es estrecho y pedregoso, no es camino para que pase un Rey. Yo haré uno digno de mí y por él vendré mañana a buscarte. Descansa, te deseo.

Y el enano se volvió a la cabaña de su abuela. Y no se sabe cómo, pero durante esa sola noche, el camino que llevaba a los dominios del Rey fue todo hecho de piedra lisa y brillante. Por él caminó al amanecer el enano con la vieja y gran cortejo de gentes asombradas, hasta la presencia del Rey, que muy espantado estábale esperando, sin haber dormido en toda la noche.

Delante de todo el pueblo subió el enano al tablado y el Ministro de Justicia rompió sobre su cabeza, uno por uno, todos los frutos de palmera que estaban preparados, golpeándolos con un pesado martillo de piedra. El enano no se movió ni hizo otra cosa que reír con una pequeña risa, pues sabía que su abuela le había puesto, secretamente, una plancha de cobre encantado debajo de los cabellos, por lo que no sintió nada.

Cuando el viejo Rey lo vió levantarse vivo y sano se estremeció diciendo entre dientes: “Sí es”. Pero no cedió, porque el tener poderío sobre los hombres es cosa muy dulce que no se deja fácilmente y así dijo al enano:

- Bien está. Pero como es preciso que no quede duda de que eres mi sustituto, soportarás otras pruebas, duerme por hoy en mi casa blanca y mañana hemos de ver.

A lo que contestó el enano:

- Permaneceré en la comarca; pero no en tu palacio que no es digno de un Rey como yo. Durante esta noche, levantaré un palacio digno de mí y de él me verás salir mañana.

Y así fue. Delante del palacio del viejo Rey apareció a la mañana siguiente uno más alto, labrado y deslumbrante, todo de piedra pulida. Por la soberbia puerta salió el enano y bajó la escalera acompañado por muchos vasallos (alguien dijo que los vasallos eran los corcovados del monte). Así llegó hasta donde el viejo Rey estaba, turbado y temeroso. Y propuso al enano la tercera prueba:

- Hagamos cada uno una estatua a nuestra propia imagen y pongámosla a arder en el fuego. La estatua que el fuego respete será la de aquél que deba ser Rey.

- Bien está, - dijo el enano - comienza tú.

El viejo Rey hizo su estatua de madera durísima y en cuanto la puso al fuego, se consumió reduciéndose a ceniza y carbón.

Entonces le dijo el enano:

- Te hago gracia, puedes fabricar otra si quieres.

El viejo Rey, tembloroso, hizo afanosamente otra estatua suya y la hizo con la piedra más dura; pero en cuanto la pusieron en el fuego, se deshizo en ceniza de cal.

- Déjame por merced, hacer la última, - pidió al enano suspirando. El enano, que reía con su pequeña risa, aceptó, y entonces el viejo Rey hizo otra estatua y ésta fue de metal brillante; mas en cuanto la acarició el fuego, se derritió como si fuera de cera tierna.

- Vencido estoy, dijo el viejo Rey, más apesadumbrado - a no ser que la estatua que tú hagas se queme tan fácilmente como éstas.

Y el enano siempre con su pequeña risa, fue y trajo barro mojado y con él hizo una figurita muy parecida a su persona. La puso en el fuego, y en el fuego, mientras más se cocía, más fuerte y fina era la estatua de barro.

Maravillado el pueblo y convencido de la verdad del enano, pidió fiestas para coronarlo nuevo Rey. Pero el enano dijo:

- No puedo coronarme mientras aquí no haya un palacio para mi vieja madre y otros para los príncipes de mi corte, y muchos más para mis guerreros, y un monasterio para las vírgenes del fuego, y una gran plaza para los espectáculos, y un gran templo. Mañana veréis todo esto y mucho más. Ahora, que el viejo Rey sufra las pruebas que yo he sufrido, pues así está pactado.

Y el viejo Rey fue puesto a la prueba del martillo y al primer golpe quedó muerto.

Como lo había prometido el nuevo Rey enano, al amanecer del otro día vio asombrado, el pueblo, resplandecer una gran ciudad (la grande Uxmal) con numerosos palacios, primorosamente labrados en piedra y numerosos templos y sitios especiales para el juego de pelota.

Fue suntuosa la coronación del nuevo Rey y hubo muchas bellas danzas en su honor.

Así floreció Uxmal, como ninguna ciudad del mundo, bajo el reinado de aquel Rey. El pueblo se dedicó al cultivo de las artes más bellas; aprendieron a moldear los metales que traían de lejos y a dibujar en la piedra cosas delicadas, y a labrar los hilos de colores vivísimos y variados y a tejerlos y a hacer con las pieles de los animales adornos y rodelas. Aprendieron muchos secretos de curar con hierbas y supieron la virtud de las piedras verdes y de las amarillas. Tuvieron conocimiento del hablar bonito y jugaron con las palabras como con las flechas en el aire, y fueron perfectos en la música, para la cual inventaron muchos instrumentos nuevos.

Cuando después de sesenta Vidas de hombre murió el enano Rey que hizo a su pueblo más feliz que enantes, todos los hombres lo lloraron e hicieron estatuas con su efigie, de barro fino, pintadas de colores brillantes, para no olvidarlo nunca, y muchos guerreros guardaron su tumba en donde floreció el odorante árbol del copal.

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