
La doncella cierva
Se dice que hace muchos años, cuando todavía los abuelos de nuestros abuelos no habían nacido, vivía en un castillo de tierras de Cervantes un señor llamado Froyás, de ya más que de mediana edad, que tenía dos hijos: el mayor, varón, tenía por nombre Egas, y su hermana, Aldara.
Los dos hermanos se querían mucho, y aún cuando la tierra era muy fragosa, algunas veces iban juntos a dar un paseo a caballo.
Aldara, que era una hermosa doncella, tenía un enamorado admirador, el joven Aras, hijo del señor de otro castillo de la misma comarca. Como sus padres no se llevaban mal entre sí, parecía que el casamiento no habría de tardar mucho en efectuarse.
Pero una tarde, a la hora de la comida, no apareció Aldara en su lugar habitual. Preguntó su padre por ella y preguntó también el hermano. Nadie supo decir nada, nadie sabía dónde podría hallarse. Se registró todo el castillo, pero Aldara no apareció. Al fin, un ballestero que había estado de guardia en la puerta del castillo dijo que la vio salir, al mediar la tarde, y que le pareció que iba hacia el riachuelo que corría al pie del monte en el cual se asentaba el castillo.
Temiendo una desgracia, allá fueron padre e hijo, con escuderos y criados a recorrer la ribera. Nada pudieron encontrar a pesar de sus detenidas y minuciosas pesquisas.
Enviaron entonces un mensajero al castillo de Aras. El muchacho se presentó desconsolado, acompañado de sus gentes. Todos juntos emprendieron una búsqueda general por los montes y bosques de los alrededores, sin obtener mejor resultado.
Después de algunos días de indagaciones inútiles, y ya dada Aldara por definitivamente perdida, dedujeron que podría haber sido muerta por algún jabalí o algún oso, o tal vez destrozada y comida por los lobos.
Transcurrió mucho tiempo; ya nadie se acordaba de Aldara, de no ser su padre y su hermano, que todavía la añoraban considerándola muerta.
Un día Egas, andando de caza, llegó a un bosquecillo de la montaña en busca de un urogallo. Cuando volvía hacia el castillo con la pieza colgada de la cintura, quedó sorprendido al ver una hermosa cierva blanca como la nieve, que retozaba plácidamente.
Armó apresuradamente la ballesta y con un tiro certero hirió de muerte a la cierva, que cayó derribada sobre la hierba.
Fue tan rápido el encuentro, que no pensó en que estando solo y a pie no podría llevar aquella preciosa carga. Entonces, con su cuchillo del monte, cortó una de las patas delanteras de la cierva y la guardó en su zurrón. Observó bien el lugar en donde se hallaba, pensando en volver con los criados que pudieran recoger y transportar la cierva, y siguió camino del castillo.
Cuando llegó, contando a su padre tan extraordinaria caza, sacó del zurrón la pata de la cierva. Ambos quedaron horrorizados: en lugar de la pata, lo que Egas halló en la bolsa fue una mano; una mano blanca, fina, suave; una mano de doncella hidalga. En uno de los dedos, esa mano lucía un anillo de oro con una piedra amarilla. El anillo que llevaba Aldara.
En seguida, corrieron en loca cabalgada monte arriba, hasta el lugar donde Egas había derribado a la cierva. Allí estaba, tendida en el suelo, la infortunada Aldara con su vestido blanco. Junto al pecho, una gran mancha de sangre señalaba el lugar por donde la flecha había herido el corazón de la joven; y en el brazo faltábale la mano.