
Epaminondas (afromericano)
Había una vez, una buena mujer que tenía un solo hijo. Cuando nació el niño, la madre, en vista de que no podía darle nada mejor, decidió darle un gran nombre y por eso le puso Epaminondas, que es el nombre de un general griego que ganó dos batallas. Epaminondas, que era un niño moreno, estaba muy orgulloso de llamarse así.
Epaminondas visitaba muy a menudo a su madrina, otra buena mujer que vivía lejos del pueblo y que siempre le hacía algún regalo.
Un día le regaló un trozo de bizcocho muy tierno, doradito y que olía a gloria. Estaba recién sacado del horno.
— ¡Cuidado, no se te caiga de las manos, Epaminondas! —le dijo la madrina.
— No se me caerá madrina; te lo aseguro —respondió Epaminondas.
Y apretó tanto, tanto, el trozo de bizcocho en el puño para que no se le cayese, que cuando llegó a su casa sólo llevaba en las manos un puñado de migas.
— ¿Qué te ha regalado tu madrina, Epaminondas?
— Un trozo de bizcocho —respondió Epaminondas.
— ¡Un bizcocho! ¡Válgame Dios! —exclamó la madre al ver las migas.
— ¿Pero qué has hecho del buen sentido que te di al ser nacido? Así no se llevan los bizcochos. Los bizcochos se llevan como te voy a explicar. Primero envuelves el trozo en un papel de seda, luego te quitas el sombrero, después te pones el paquetito en la cabeza y finalmente vuelves a encasquetarte el sombrero. Así el paquete queda sujeto entre el pelo y el forro y tú puedes volver tranquilamente a casa. ¿Has comprendido?
— Sí, mamá.
Días después, Epaminondas volvió a visitar a su madrina y ella le regaló un pancito de manteca que acababa de hacer con la leche de sus ovejas. Epaminondas lo envolvió en un papel de seda, fino y limpio, se puso el paquetito en la cabeza, se encasqueto el sombrero y tomó tranquilamente el camino de su casa.
Era verano y el sol calentaba mucho y la manteca empezó a derretirse y a resbalarle por la cara, de modo que cuando Epaminondas llegó a su casa, la manteca ya no estaba sobre su cabeza, sino que le chorreaba por la cara y por la espalda. Su madre al verle, levantó los brazos y exclamó:
— ¿Qué es eso que te chorrea de la cabeza, Epaminondas?
— La manteca que me ha dado mi madrina, mamá.
— ¿Manteca? ¡Válgame Dios! ¿Qué has hecho del buen sentido que te di al ser nacido? ¿Es esa manera de llevar la manteca? La manera de llevar la manteca es envuelta apretadita en hojas de parra verdes, y a lo largo del camino ir mojándola en todas las fuentes o en el río, mojarla una vez y otra y otra, así se puede conservar fresca hasta llegar a casa. ¿Has comprendido?
— Sí, mamá.
Al día siguiente, cuando Epaminondas fue a ver a su madrina, ésta le regaló un perrito muy lindo. Epaminondas lo envolvió con mucho cuidado en hojas de parra verdes, y lo fue remojando en todas las fuentes, una vez y otra y otra, así hasta que llegó a su casa.
Cuando su mamá lo vio llegar dijo:
— ¿Qué traes ahí, Epaminondas?
— Un perrito, mamá.
— ¡Un perrito! ¡Válgame Dios! ¿Qué has hecho del buen sentido que te di al ser nacido? ¡No tienes cabeza, Epaminondas! Los perritos no se llevan así. La manera de llevar un perrito es atarle la punta de una cuerda al cuello y tirar del otro extremo hasta que se llega a casa. ¿Ves? Así… ¿Has comprendido, Epaminondas?
— Sí, mamá.
Cuando volvió a visitar a su madrina, ésta le regaló una pan recién sacado del horno, crujiente y dorado. Epaminondas le ató una larga cuerda, puso el pan en el suelo y, tirando de la cuerda lo llevó hasta su casa como su mamá le había dicho.
Su madre se quedó mirando aquello que estaba atado el final de la cuerda y preguntó:
— ¿Qué traes ahí, Epaminondas?
— Un pan, mamá, que me regaló mi madrina.
— ¿Un pan? ¡Ay, Epaminondas! ¡Epaminondas! ¡No tienes sentido común ni lo has tenido nunca! No volverás a ir a casa de tu madrina. Iré yo y nunca más te explicaré cómo se hacen las cosas, porque todo lo entiendes mal.
A la mañana siguiente, la madre se dispuso a ir a casa de la madrina, y le dijo a Epaminondas:
— Voy a decirte una cosa, hijo mío. Has visto que acabo de cocinar en el horno seis pasteles y que los he puesto en una tabla delante de la puerta para que se enfríen. Ten cuidado de que no se los coma el perro ni el gato los lama. Y si tienes que salir, trata de pasar por encima de ellos con mucho cuidado. ¿Has comprendido?
— Sí, mamá.
La mamá se puso su sombrero, tomó su cartera y se fue a casa de la madrina.
Los seis pasteles, todos en hilera se estaban enfriando delante de la puerta, y cuando Epaminondas trató de salir, miró bien cómo pasar por encima de ellos.
— Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis —fue diciendo al mismo tiempo que ponía los pies exactamente en el centro de cada pastel haciéndolos una pasta.
¿Y saben lo que ocurrió cuando regresó la mamá? Pues, que ni ella ni Epaminondas pudieron probar los pasteles y, que Epaminondas, al día siguiente, no se podría sentar…
Se sugiere ver: Miguel el loco ; El idiota