
El espejo
Mucho tiempo atrás vivían dos jóvenes esposos en un lugar muy rústico y apartado. Tenían una hija, y ambos la amaban de todo corazón.
Hubo de acontecer, cuando la niña era muy pequeña, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad del Imperio. Al ser tanta la distancia, hubo de ir sólo, ya que la madre y la niña no podían acompañarlo.
La mujer, que no había ido nunca más allá de los límites de la pequeña aldea, no podía desechar el temor que le inspiraba el viaje de su marido. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía orgullosa de que fuera a estar en una ciudad tan rica, que habitaban el mismísimo Rey y otros hombres poderosos.
Pasado cierto tiempo, el hombre regresó. Fue tanta la alegría de la mujer y de la niña por verlo llegar sano y salvo. Contó que había visto cosas maravillosas en el viaje y en la ciudad, y que había traído un regalo para cada una.
Cuando la mujer abrió el suyo, encontró un disco metálico, que por una lado era blanco y estaba decorado con pinturas de pájaros y flores, y por el otro estaba pulido como un cristal.
- Se llama espejo – dijo el marido – Mira y dime qué ves.
- Veo una mujer muy bella, que mueve los labios como si estuviera hablando – contestó ella.
- Esa mujer eres tú – le explicó el hombre – En el espejo puedes verte a ti misma. En la ciudad, cada persona tiene uno.
La mujer estaba encantada con su presente. Lo consideró un regalo sumamente especial, y por ello lo guardó dentro de una bella caja, junto con sus más estimados tesoros.
Pasaron los años, y el matrimonio vivía dichosamente. El hechizo de sus vidas era la niña, que crecía como el vivo retrato de su madre, tan buena y cariñosa que todos la amaban. Pero un día, la desgracia cayó sobre la feliz familia. La madre enfermó gravemente y, aún cuando la hija cuidó de ella con tierno afecto, empeoró día a día hasta que no quedó esperanza sino la muerte.
Cuando la mujer notó que pronto debería dejar la Tierra, llamó a su hija a su lado y le dijo:
- Querida hija, ya ves cuán enferma estoy, y sabes que pronto deberé partir. Pero no te aflijas, si buscas el espejo y miras en él, verás que no me he ido, estaré allí velando por ti.
Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió entre lágrimas lo que la madre le pedía, entonces la mujer murió tranquilamente.
La niña nunca olvidó su promesa y, cada mañana y cada tarde, sacaba el espejo del lugar donde estaba oculto y miraba en él intensamente. Allí veía el rostro de su madre, brillante y sonriente. No estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino joven y hermosa. A ella le contaba sus disgustos y sus penas, y a ella le pedía aliento y cariño para cumplir con sus deberes.
De esta manera vivó la joven, queriendo complacer a su madre y procurando no afligirla ni enojarla.
- Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea – le decía al espejo.
Advirtió el padre, al cabo, que a niña miraba sin falta el espejo por la mañana y por la tarde, y que por momentos parecía conversar con él. Entonces, decidió preguntarle la causa de tan extraña conducta. La joven le contestó:
- Padre, miro todos los días el espejo para poder ver a madre.
Y le refirió todo lo que respectaba a la promesa hecha a su madre antes de que ésta muriera. El padre, enternecido por tanta fidelidad, vertió lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo el valor de decirle a su hija que la imagen que veía en el espejo no era, sino, su propia figura.