
El León y el Hombre
Estaba el viejo León en su cueva, situada entre los riscos más encumbrados de una montaña. El León hijo, al contemplarlo tan respetable, le dijo:
- ¿Habrá, padre, en todo el mundo un ser más valiente que su merced?
- Sí, hijo – le contestó el padre.
- ¿Cómo ha de ser eso, cuando yo, que soy su hijo, no le tengo miedo a nadie ni respeto más que a su merced?
- No te engañes, hijo. Hay en el mundo un animal más bravo que vence a todos; por eso yo, que era el rey del mundo, para no verme vencido he tenido que esconderme entre los riscos de estos cerros.
- Deme la bendición, padre, y con su permiso iré a pelear con ese animal y lo despojaré del dominio del mundo. ¡No será tan valiente! Fuera de su merced, ¿qué animal habrá tan grande a quien yo no me atreva a atacar?
- No es tan grande, hijo, pero es más astuto que todos. Se llama el Hombre. Mientras yo viva, jamás te daré permiso para que vayas a pelear con él.
Quiso que no quiso, el León joven tuvo que quedarse, refunfuñando y afilándose las uñas. Sin embargo, el León viejo estaba enfermo, y poco después murió. Después de llorarlo el León joven, y de cubrirlo con unas ramas, pensó: “Ahora sí que no me quedo sin pelear con el Hombre”. Y bajó
de la cordillera al valle para buscarlo.
Lo que primeramente encontró, en una de las vegas que se forman en las quebradas de la cordillera, fue a un Caballo flaco.
- ¡Bah! – dijo – este no se atreverá conmigo. ¿Eres tú el Hombre? – le gritó.
- No soy el Hombre, señor.
- ¿Quién es el Hombre, entonces?
- El Hombre, señor, vive más abajo y es un animal muy malo y muy valiente. A mí me tiene subyugado y, porque no quería entregármele, me metió unos hierros en la boca, me ató con correones y, con unas espuelas clavadoras que se colocó en los talones, se subió encima de mí y comenzó a darme pencazos y a clavarme las espuelas por los ijares, hasta que tuve que hacer su voluntad y llevarlo a donde se le antojaba; y enseguida me largó para estos rincones, en donde casi muero de hambre.
- Eso te sucede por tonto. Yo voy a buscar al Hombre porque deseo ver si se encuentra capaz de pelear conmigo.
Más abajo, donde ya comienzan los potreros de serranía, vio detrás de una cerca de pirca el lomo de un Buey con sus cuernos. “Este es el Hombre – pensó - ¡y qué enormes son las uñas que tiene!, pero en la cabeza, mientras que yo tengo las mías en las patas. Veamos si es el Hombre” Y de un salto se puso sobre la pirca.
- ¿Eres tú el Hombre? – le gritó.
El Buey comenzó a temblar, espantado, y con la voz que pudo le contestó:
- Yo no soy el Hombre, señor. El Hombre vive más abajo todavía.
- Quieres hacerme creer que no eres el Hombre y que estás temblando de miedo. Dime, ¿te atreves a combatir conmigo? ¿De qué te sirve ese cuerpo tan enorme y esas defensas que tienes en la cabeza, sino para triunfar sobre los que no son valientes como yo? ¡Peleemos inmediatamente si te atreves!
- ¡No, señor, por Dios! Si yo no soy peleador ni valiente, ya ve que el Hombre me tiene completamente manso. Una vez, cuando yo era más joven y quise sublevarme, me ató con unos lazos, me echó al suelo y me marcó la piel con un hierro candente. Todavía me escuece. ¿No ve, señoría, la marca, aquí en las ancas…? Y aún me hizo otras cosas peores, que me avergüenzan. Después me enyugó y me hizo tirar del carro a golpes de picana. Y aquí me tiene, señor, padeciendo; hasta que al Hombre se le ocurra matarme para comerme.
- ¡Tan grande y tan… vil! No sirves para nada. Me voy – y el León siguió bajando el cerro en busca del Hombre.
Ya divisaba los llanos regados y, al término de una quebrada, vio un humo y después un rancho, y se acercó a los cercos sin hacer ruido. Un Pero lo olfateó, y salió a ladrarle. El León se sentó a esperarlo y pensó “Este sí ha de ser el Hombre, bien me habían dicho que no era muy grande. ¡A mí no me vence este enano! Pero todo esto no es más que bulla, no se atreve a atacarme” El Perro le ladraba desde lejos.
- ¡A ver, Hombre, cállate un poco! ¿Eres tú el Hombre?
- No soy el Hombre, pero mi amo es el Hombre.
- Así me parecía, porque, lo que eres tú, no aguantas ni el primer ataque. Ve y dile a tu amo que vengo a desafiarle; deseo ver si es verdad lo que dicen, que es el ser más valiente del mundo.
Fue el Perro para la posesión y volvió luego con el Hombre, que traía una escopeta cargada.
- ¡Bah! – dijo el León - ¡Qué raro que es el Hombre! No lleva la cabeza baja como nosotros, ¿de qué manera comerá? Anda derecho. ¡Bah! Yo también me siento en las patas traseras para pelear con las delanteras libres; ¿en qué me aventajará? ¿Eres tú el Hombre? – le preguntó cuando lo tuvo cerca.
- Yo soy el Hombre – le contestó el labrador.
- Vengo a pelear contigo para saber cuál de los dos es el más valiente.
- Bueno – le dijo el Hombre – pero para que yo pelee tienes que irritarme. Insúltame tú primero y después te contesto yo.
Entonces comenzó el León a tratarlo de bandido, salteador, cobarde, ladrón, abusador… hasta que se cansó de insultarlo.
- Ahora me toca a mí – dijo el Hombre – Allá va una mala palabra. Y, disparándole un escopetazo, le quebró una pata.
- Ay, ay, ay, ay. Señorcito Hombre, no peleo más con usted.
Y huyó el León, como alma que lleva el diablo, para el interior de la cordillera, a ocultarse entre los riscos de la cumbre. Iba pensando “Bien decía mi finado padre que no fuera a pelear con el Hombre; si una sola mala palabra me quebró la pata ¿qué habría sido de mí si se me venía al
cuerpo?”
Y nunca más bajó de las montañas, sino ocultándose.