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Los dos patitos

En una casa perdida en un bosque, vivía una bruja con su marido y su hija. Un día acertó a pasar un mozo que había hecho largo camino en busca de trabajo. La vieja salió a recibirle y le ofreció casa y comida a cambio de algunas tareas que debía realizar, cuidándose de no hacer ninguna pregunta, oyere lo que oyere y viere lo que viera.

- Toma este arnero - le dijo - y lléname con agua ese tonel.

El mozo trabajó sin descanso. Estaba sudoroso. Y apenas unas gotas habían caído en el tonel, porque el agua se iba del arnero apenas lo levantaba. Exhausto, a punto estaba de abandonar la tarea, cuando apareció la hija de la bruja. Era una muchacha hermosísima, tan linda que el mozo sintió que le aflojaban las piernas en su presencia.

Le preguntó quién era y qué hacía. Cuando el mozo se lo hubo dicho la muchacha se lamentó de que hubiera caído justamente a esa casa, le contó que su madre se dedicaba a las artes de la brujería y le prometió ayudarle. Dijo unas palabras al aire y le ordenó al mozo que sacara agua. En un abrir y cerrar de ojos el tonel quedó lleno.

Cuando volvió la bruja, se asombró. Dijo al mozo que comiera y se acostara, que a la mañana siguiente le daría otro trabajo. Pero antes le previno que por la noche debería contestarle cuantas veces ella lo llamara.

Se acostó el mozo y dos o tres veces en la noche oyó la voz de la bruja que le llamaba y llamaba a su hija. Tanto él como ella contestaron todas las veces:

- ¡Señoral

Así llegó el alba y la vieja los despertó a todos.

Apenas se hubo levantado y cuando todavía no se había apagado el lucero, la vieja, dándole un hacha, le encargó que derribara un árbol corpulento. Se puso a trabajar el mozo, pero el hacha rebotaba en el árbol sin que penetrara un jeme en la madera. Así estuvo todo el día. Al atardecer, cuando ya desesperaba de cumplir con el penoso encargo, volvió la muchacha. Dijo unas palabras en el aire y el árbol se derribó. Cuando volvió la bruja, se asombró de ver terminado el trabajo, pero nada dijo. Esa noche, comieron en la cocina los dos jóvenes con el marido de la bruja. Este les contó una vieja historia, que los mozos oyeron, juntas las cabezas y las manos enlazadas.

También como en la noche anterior, la vieja los llamó, durante el sueño, repetidas veces, y siempre contestaron a su llamado.

Al alba del día siguiente, la bruja le ordenó que diera de beber a la chancha negra que estaba en el corral. El mozo acarreó agua todo el día, pero la chancha era insaciable. Llegó la tarde, y con ella la niña que, al verlo cansado y sudoroso, dijo unas palabras en el aire, y la chancho se echó a dormir.

Así fueron pasando los días. Cada mañana la vieja le daba al mozo un encargo que éste no podía cumplir por más que se esforzara; y cada atardecer venía la niña a decir unas palabras en el aire y el trabajo quedaba hecho.

Una tarde los mozos, que ya se habían aquerenciado, fueron juntos al monte. Desde entonces se juraron amor y fidelidad.

A la mañana del séptimo día, la vieja le dio una espada mohosa ordenándole que la tuviera limpia y reluciente al llegar la tarde. En vano se afanó el mozo. Cayó el sol detrás de los montes y la espada estaba tan sucia y mohosa como antes. Cuando llegó, como siempre, la niña le dijo:

- ¿Para qué te afanas en limpiar la espada con la que esta noche han de matarte?

Y le propuso que huyeran juntos. Para, ello, era menester que el mozo, al oír el tercer canto del gallo, cavara siete agujeros en el piso de su cuarto y en cada agujero colocara una gota de su saliva. Luego debía ir al corral, ensillar al caballo más flaco y esperar a que ella se reuniera con él.

Con las primeras sombras llegó la bruja. Se asombró de ver la espada limpia. La tomó en sus manos. Miró al mozo de soslayo, y le mandó que comiera y se acostara.

Cantó el gallo.

Mientras el mozo hacía lo que le había ordenado la niña, ésta a su vez preparaba siete gotas de saliva que colocaba en los pequeños hoyos que había hecho en el piso de su cuarto. Formó luego un atadito con unas pocas ropas, un peine, un espejo, y un puñado de sal y otro de ceniza.

Con el tercer canto del gallo, los enamorados se encontraron en el corral. El mozo, que había acudido antes, no se animó a ensillar el caballo flaco, que apenas parecía tenerse en pie, y lo hizo en cambio con otro, gordo y fuerte, que le parecía más apto para la huída.

Al partir dijo la moza:

- Cuando pases al lado de la chancha negra, desgarrónala, porque montada en ella nos ha de seguir mi madre.

Esa noche la vieja se revolvía en su cama, debajo de cuya almohada había puesto la espada reluciente y filosa. De pronto, llamó al mozo. La primera gota de saliva respondió por él:

- ¡ Señora!

“Está despierto”  dijo; y llamó a la niña, recibiendo también respuesta. Se durmió.

No había echado el primer sueño cuando se despertó sobresaltada. Llamó de nuevo, y otra vez las gotas de saliva contestaron:

- ¡Señora!

Tercera, cuarta y quinta vez llamó la bruja. La voz que le contestaba en uno y otro cuarto, era cada vez más débil. La bruja empezó a entrar en sospechas.

Cuando llamó por sexta vez, encontró las voces cambiadas. Ya al rayar el alba, cuando oyó la débil respuesta de la séptima gota, casi seca, se iluminó su mente.

Fue al cuarto del mozo y le halló vació. Corrió al de su hija y tuvo la evidencia de que sus sospechas eran ciertas. Estas se confirmaron cuando encontró a la chancha desgarronada. Fue entonces en busca de su marido y le ordenó que montara el caballo flaco y partiera en seguida a buscarlos.

Así lo hizo el pobre viejo. El caballo flaco corría como una exhalación. Cuando la niña vio la nube de polvo que se acercaba veloz como el viento, dijo:

- ¡Ah, porfiado! No me hiciste caso, y ahí llega mi padre montado en el caballo que despreciaste y con el cual va a alcanzamos.

Dicho esto, tomó las cenizas y las arrojó con fuerza contra su padre, que ya se acercaba.

Se formó entonces una densa cerrazón, que impidió al viejo seguir, de modo que éste descansó unos instantes y volvió a su casa.

Enteró a la bruja de lo acontecido y ésta lo amonestó:

- ¡Viejo estúpido! ¿No ves que esa cerrazón era un puñado de cenizas que te arrojó tu hija? Al alba volverás a darles alcance.

Con el alba volvió a partir el viejo.

Cuando la moza vio que les estaba alcanzando, reconvino otra vez a su amado, y tomando la sal la arrojó con fuerza contra su padre que ya estaba a punto de llegar junto a ellos. Cayó entonces una intensa lluvia seguida de granizo que impidió al viejo continuar en persecución, y le obligó a volver a su casa.

Una vez más la bruja le llenó de improperios, y le ordenó que partiera nuevamente al otro día.

Partió el viejo por tercera vez, y cuando estuvo cerca de la pareja, la niña le arrojó con fuerza el peine, con lo cual el viejo se encontró rodeado de un tupido chañaral que le impidió seguir y le obligó una vez más a regresar a la casa.

A la madrugada siguiente el  viejo partió de nuevo. Ya tenía a los enamorados a un paso de distancia, cuando la niña arrojó las tijeras con fuerza, a la vez que decía unas palabras en el aire, y pronto se izaron allí unas serranías tan altas y cortadas a pico, que el viejo casi da con sus huesos en la tierra, de modo que optó por regresar a su casa.

Llegó otro día y el viejo inició nuevamente la persecución. Así que la niña le vio llegar, jinete en el caballo flaco, se hincó en la tierra y dijo:

- Vuélvase el caballo un naranjo, yo una flor de azahar y el mozo un picaflor.

Cuando el viejo llegó, se quedó mirando embelesado la hermosura del azahar, y entonces el picaflor se acercó y le picó un ojo al caballo, que no quiso seguir adelante. El viejo se volvió otra vez.

 En la madrugada del sexto día, el caballo flaco corría a la par del viento en busca de los fugitivos. Cuando estaba por alcanzarlos, la niña se hincó y pronunció estas palabras:

- Vuélvase el caballo una iglesia, sus crines los fieles, yo la virgen y el mozo el señor cura.

Así se hizo. Cuando llegó el viejo, se apeó y entró en la iglesia. Estuvo un rato con la cabeza gacha, mientras el señor cura rezaba y, cuando éste terminó sus oraciones, se le aproximó para preguntarle por la pareja.

- Santa María yo no he visto nada - contestó el cura; y los fieles repitieron en coro

- Santa María yo no he visto nada.

El viejo regresó malhumorado, pensando en el recibimiento que habría de hacerle la bruja.

Entre tanto, la vieja bruja se había ocupado de coserle los garrones a la chancha, de ponerle sinapismos, de mimarla y cuidarla, para iniciar ella misma la persecución si su marido no lograba traerle a los enamorados.

Así fue que en la mañana del séptimo día, apenas empezaba a querer salir el sol, la vieja montó en la chancha, ya sana, y salió a galope tendido. Si el caballo corría como el viento, la chancha negra le daba ciento y raya.

La niña vio el enorme remolino de tierra y la sombra que se alzaba a la distancia, y al punto reconoció que era la bruja quien los perseguía.

- Esta vez -le dijo al mozo - es mi madre que nos persigue en la chancha negra. Tendremos que hacer uso de mucha astucia para vencerla.

Cuando la chancha estaba a punto de alcanzarlos, la niña dijo unas palabras en el aire, arrojó un espejo, y en seguida se formó una profunda laguna, y ella y él quedaron convertidos en dos patitos.

Dicen que tan velozmente corría la chancha, que pasó la laguna como una exhalación y sólo pudo ser sofrenada siete leguas más adelante. Volvieron al trotecito y, llegados que fueron a la orilla de la laguna, la chancha empezó a beberse las aguas hasta el punto de que casi la deja en seco. Cuando la chancha se tumbó, hinchada de tanto beber, la vieja apeló a otro recurso. Se transformó en una señora simpática y empezó a tirarles migas de pan y torta a los patitos. El patito quería comerlas y la patita se lo impedía. Así siguieron, él porfiando en comerlas y ella oponiéndose, hasta que llegó la noche. Cansada, la bruja dio una patada en tierra y recobró nuevamente su figura. Montó en la chancha y antes de volver a su casa, maldijo a la niña, diciéndole:

- Anda, hija ingrata. Pero sabe que en cuanto alguien abrace a tu mocito, te olvidará para siempre.

Y se volvió al galope.

La niña deshizo el encanto y los enamorados siguieron en camino. Faltaba poco para llegar a la comarca donde vivía la familia del mozo. Este dejó a la niña en una posada, y se adelantó a prevenir a su madre. La niña le recomendó con insistencia que no permitiera que nadie le abrazase, porque de lo contrario la olvidaría para siempre. El mozo prometió, asegurando de todos modos que nada ni nadie podrían hacerle olvidar su cariño.

Cuando el mozo llegó a su casa, desde la misma tapia del jardín rogó a todos que no le abrazaran, diciéndoles que sobre él pesaba una terrible maldición. Su madre le besó en la frente, y el mozo se sentó y comenzó a contar sus andanzas.

En la mitad estaba de su relato, cuando un cuzquito que había tenido desde pequeño se le acercó, y parándose en dos patas le abrazó las piernas. El mozo se pasó la mano por la frente, olvidado de todo, y no pudo continuar su historia.

Poco a poco, la vida volvió a su normalidad. El mozo empezó a trabajar en el pueblo, y tuvo novia, y llegó el día de su casamiento.

La niña, que le había aguardado en vano, comprendió en seguida que la maldición de la bruja había surtido efecto.

Iban a celebrarse las bodas y toda la casa estaba de fiesta. El mozo, al lado de su novia, en la cabecera de la mesa, recibía las sonrisas y plácemes de sus parientes y amigos. En eso llegó una gitanilla, que pidió permiso a la señora para hacer las apariencias.

Todos formaron rueda para verla. La niña trajo una fuente con agua, dijo unas palabras, arrojó el agua al techo, y una pequeña laguna quedó flotando en el aire. Sacó entonces del seno dos papelitos escritos y los sopló, con lo cual se convirtieron en dos patitos que empezaron a dar vueltas en la laguna.

De pronto la patita comenzó a hablar:

- ¡ Te acordás, patito ingrato – decía –cuando llegaste a la casa de la bruja y no podías realizar los trabajos que ella te mandaba?

- No, patita, no me acuerdo.

- ¿Te acordás, patito ingrato --insistía, tocándole amorosamente con el pico - cuando yo te ayudaba, a terminar los trabajos diciendo unas palabras en el aire?

- No, patita, no me acuerdo.

- ¿Te acordás, patito, cuando huímos de mi casa, después de jurarnos amor inolvidable?

- No, patita, no me acuerdo.

- ¿Te acordás, patito, cuando mi padre nos perseguía en el caballo flaco más veloz que el viento?

- No, patita, no me acuerdo.

Así fue la patita recordando todas las andanzas de los dos enamorados.

Cuando llegaron al recuerdo del séptimo día y la maldición de la bruja, el patito, radiante, contestó:

- ¡Sí, patita, ya me acuerdo de todo!

El mozo se había levantado y, acercándose a la gitana, la abrazó conmovido. Desapareció la laguna y la gitanita tomó la forma de la niña enamorada. El mozo le besaba las manos, con los ojos anegados en llanto, y le pedía perdón. Contó a los presentes su larga aventura, y pidió también perdón a su prometida que, comprendiéndolo todo, lo otorgó complaciente, aunque no sin pena, porque amaba al mocito.

Los jóvenes se casaron y vivieron felices, unidos ya para siempre y lejos de las maldiciones de la bruja.

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