
Mmutla y Phiri
En los tiempos en que los animales conversaban entre sí, había entre los habitantes de la Gran Tierra Sedienta del Kalahari dos curanderas: Phiri, la Hiena, y Mmutla, la Liebre.
Aunque aparentaban llevarse bien, existía entre ellas una gran rivalidad profesional. Solían mantener largos y acalorados debates, tratando de demostrarse mutuamente su superioridad en conocimientos y habilidad.
- Yo, como soy la mayor, estoy naturalmente dotada de mejor criterio - dijo bruscamente la Hiena durante una de aquellas discusiones.
- De ninguna manera. Lo que cuenta es la buena maña y la perseverancia -argumentó la Liebre-. Por ejemplo, ¿quién de nosotras prepara el mejor remedio para protegerse durante más tiempo del calor del fuego?
- Has hecho una pregunta absurda -replicó la Hiena-, ¿acaso no acuden a mí todas las criaturas salvajes en busca del remedio especial contra el fuego cuando la hierba seca del invierno aumenta los riesgos del más temible de los elementos?
- Muy bien, pongamos a prueba nuestras habilidades -dijo la Liebre, zanjando astutamente la discusión-. Vamos a cavar un hoyo y, en el fondo, cada una excavará un refugio para protegemos. Luego encenderemos una fogata dentro del hoyo y pasaremos por turnos una noche en el escondrijo que nos hayamos preparado. Así se demostrarán las virtudes de nuestros remedios contra el fuego. Quien consiga permanecer allí toda la noche y salir ilesa será a buen seguro la que tenga mayores aptitudes.
- ¡Excelente idea! -aprobó la Hiena.
Se pusieron sin más a la tarea y cavaron un profundo hoyo. Luego, cada una se preparó, conforme a las costumbres de su especie, un escondrijo en el que resistir el calor de las llamas.
La Hiena excavó una cueva de poco fondo, tal como lo había hecho toda su vida, mientras que la Liebre, a la usanza de los suyos, se puso a ahondar en la tierra y construyó una madriguera con numerosas galerías.
Satisfechas de su labor, recogieron un buen montón de leña cada una y los metieron en el hoyo, dejándolos allí preparados para encender una hoguera.
Luego la Liebre dijo:
- Como bien has dicho, Phiri, tú eres la mayor. Así pues, dada mi menor categoría, me corresponde a mí entrar la primera en el hoyo. Saltaron al hoyo y la Liebre se sentó a la entrada de su madriguera mientras la Hiena encendía la pira de leña y después se plantaba de otro salto en el borde del socavón para observar el desarrollo de los acontecimientos.
Pues bien, la galería de la Liebre tenía una entrada baja y, en cuanto quedó escondida tras el humo, Mmutla se hundió en las profundidades de su madriguera, donde ni el calor ni las emanaciones de la hoguera podían alcanzarla.
Al cabo de un rato, corrió hacia la entrada y gritó con fingido pánico:
- ¡Phiri, me estoy abrasando!
- Ponte cabeza abajo - le aconsejó la Hiena.
- ¡Sigo abrasándome, Phiri! -chilló la Liebre después de acercarse a la entrada de otra carrera.
- Pues, siéntate - le aconsejó la Hiena.
- ¡Phiri, aún estoy quemándome! -se quejó la Liebre con aparente angustia.
- Prueba a ponerte de pie - sugirió la Hiena
- Phiri, estar de pie es peor que estar sentada... ¡me quemo! - se lamentó Mmutla, aunque en realidad se estaba tapando la boca con la pata para ahogar la risa.
- Lo que tienes que hacer es tumbarte de costado - sentenció la Hiena con mucha convicción.
Se produjo a continuación un largo silencio. Cuando el fuego se consumió, la Hiena se asomó al hoyo y, al no ver ni rastro de la Liebre, rió para sí. Seguro que Mmutla había quedado reducida a cenizas. Y Phiri se fue a su casa muy satisfecha de pensar que ya no tenía rival profesional.
A la mañana siguiente, cuando Phiri se dirigió al hoyo para retirar las cenizas, cuál no sería su sorpresa al encontrarse a Mmutla sentada junto a su galería, con una ancha sonrisa en los labios y sin que la experiencia pareciera haberla perjudicado en absoluto.
- Bueno, al principio pasé bastante calor aquí abajo - dijo, sonriente la Liebre-, pero mi remedio contra el fuego funcionó a las mil maravillas. Vamos, Phiri, ahora te toca a ti.
Amontonaron al fondo del hoyo leña suficiente para una gran hoguera. Una vez que la Liebre la hubo colocado a su satisfacción, la Hiena se metió en el pequeño cubil que había preparado para poner a prueba su remedio contra el fuego.
En cuanto Phiri se hubo instalado cómodamente en su cueva, la Liebre prendió la leña. Luego saltó al borde del hoyo para observar desde allí lo que ocurría.
- ¡Mmutla, me estoy abrasando! -no tardó en gritar la Hiena.
- Ponte cabeza abajo -repuso la Liebre.
- ¡Sigo abrasándome, Mmutla! -chilló la Hiena, muy molesta.
- Pues siéntate -le aconsejó la Liebre.
- ¡Sigo quemándome, Mmutla! -exclamó la Hiena.
- Trata entonces de ponerte de pie -dijo la Liebre con una risita.
- ¡Mmutla, estoy peor de pie que sentada! - gimió la Hiena.
- Pues hazlo que hice yo: ¡túmbate de costado! - replicó la Liebre a la vez que daba palmas de alegría al oír los angustiados lamentos de su rival.
Se oyó entonces un potente alarido y luego se hizo el silencio. Y Mmutla se marchó a casa felicitándose por el éxito de su estratagema.
Al regresar a la mañana siguiente, Mmutla encontró el cuerpo carbonizado de la Hiena tendido en la cueva de poco fondo que se había preparado como refugio.
Jubilosamente, le cortó una oreja a Phiri y se hizo con ella un silbato. Luego empezó a pavonearse por aquí y por allá, tocando una alegre tonada con su flamante juguete, y los animales se congregaron a escuchar su música.
Cuando estimó que tenía suficiente público, se volvió hacia ellos y cantó muy orgullosa:
Yo, Mmutla, soy de la tierra la mejor curandera; Phiri, mi rival, no era más que una chapucera. ¡Escuchad la música que toco con su oreja!
Mientras la Liebre paseaba de arriba abajo, jactándose de su superioridad sobre la Hiena, bajó volando de las nubes Tladi, el pájaro-relámpago, negro como el carbón y reluciente como el sol.
- Me gusta esa música, Mmutla - dijo-. Déjame el silbato para que yo también pueda tocar sonidos tan alegres.
- ¡Cómo! ¿Que te deje el silbato, dices? - replicó la Liebre, riéndose-. ¡Ni pensarlo! Seguro que te lo llevarías volando a las nubes, ¿y cómo te iba a seguir yo hasta allí arriba?
Pero Tladi insistió, rogó y prometió con toda seriedad que se quedaría junto a la Liebre mientras tocaba el maravilloso juguete.
- Está bien - cedió Mmutla a regañadientes, después de haber reflexionado como es debido, y le entregó el silbato a Tladi.
Rompiendo su promesa de inmediato, el pájaro-relámpago salió como una flecha hacia los cielos, tocando una tonadilla. Enseguida se hizo evidente que no tenía la menor intención de devolver el silbato a su dueña legítima.
Mmutla se disgustó mucho, y aún más al oír risitas disimuladas procedentes del nutrido grupo de curiosos que la había oído fanfarronear. Con el ánimo por los suelos, empezó a dar vueltas sin saber qué hacer para recuperar el silbato. Al final, decidió pedir consejo a Sekgogo, la Araña.
- Puedo tejer una bolsa a tu alrededor -dijo Sekgogo en respuesta a la petición de ayuda de la Liebre-, e izarte por los aires hasta donde está Tladi.
Y, sin más dilación, comenzó a tejer un hilo fino y resistente, dando vueltas y vueltas alrededor de Mmutla hasta dejarla bien embutida en una bolsa de seda. Luego Sekgogo dejó que la brisa la arrastrase hacia el cielo y fue soltando su hilo mientras ascendía. Al fin aterrizó en una nube y. desde allí izó a Mmutla.
Al volver la vista abajo desde su morada de los cielos. Tladi vio a Mmutla volando hacia lo alto, en su dirección, y, con creciente perplejidad, observó cómo se plantaba sobre una nube junto a la araña.
- ¡Cómo es posible! - exclamó, sobrecogido por aquel portento-. ¿Es que Mmutla ha aprendido a volar tan bien como yo? ¡Lo mejor será que le devuelva el silbato! ¡Es demasiado lista para mí!
Y, como está mandado, entregó el silbato a su dueña. Luego la araña hizo descender poquito a poco a la Liebre hasta que volvió a pisar tierra firme.
El hilo de seda era tan invisible a los ojos de quienes estaban abajo como lo había sido para Tladi, lo que fue una suerte para la Liebre, ya que los animales también pensaron que Mmutla estaba volando y quedaron admirados de sus artes mágicas.
- Como habéis visto, amigos míos -dijo Mmutla, saludando con una inclinación a la muchedumbre que hacía poco se había reído de ella- ni siquiera Tladi, el mágico pájaro-relámpago, es capaz de rivalizar conmigo. ¡Estoy segura de que nadie puede medir su capacidad con la mía!
Mmutla quedó profundamente agradecida a Sekgogo por el apoyo que le había prestado para recobrar el silbato y aquello fue el comienzo de la amistad entre la Liebre y la Araña, que ha perdurado de generación en generación.