
Piel de Asno
Recopilado por Charles Perrault
Érase una vez un Rey; el Rey más grande de la Tierra: era amable en la paz y temible en la guerra. No tenía rival. Sus vecinos le temían y sus estados gozaban de paz y florecían, a la sombra de sus palmeras, las virtudes y las bellas artes.
Su fiel compañera era tan buena y hermosa, tenía un carácter tan apacible, que con ella era menos feliz como rey que como esposo. Ambos tenían una hija, tan llena de virtudes, que fácilmente se consolaban con ella de no tener más numerosas progenie.
Todo era lujo en su palacio. Tenían criados y cortesanos; caballos grandes y chicos; y un asno con dos largas orejas. Éste último era un animal excepcional. Era tan pulcro que en vez de excrementos soltaba monedas de oro.
Pero, como el Cielo a veces se cansa de contentar a los hombres, permitió que una violenta enfermedad amenazase súbitamente la vida de la Reina. Se buscaron remedios por todos los lugares, pero nadie pudo dominar el incendio que provocaba la fiebre, y que iba en aumento cada día. Llegada su última hora, la Reina dijo a su esposo:
- No os toméis a mal que antes de morir exija de vos una promesa y es que, si deseáis casaros de nuevo cuando yo haya muerto…
- ¡Ah! – dijo el Rey – no prosigáis. Nunca en mi vida volveré a pensar en semejante cosa.
- Vuestro vehemente amor me lo asegura así – repuso la Reina – pero para quedar más tranquila quiero que me juréis. Si halláis una mujer más hermosa, mejor formada y más discreta que yo, sólo en ese caso, os dejo en libertad para casaros.
La Reina tenía tal confianza en sus propios encantos, que una promesa de esta suerte le parecía el juramento más seguro. El Rey juró solemne, con los ojos arrasados en lágrimas, todo cuanto quiso la Reina. Ella murió entre sus brazos y jamás marido alguno lloró como él por la pérdida de su esposa.
Sin embargo, al cabo de unos meses el Rey quiso proceder a la elección de nueva esposa. No era, sin embargo, cosa fácil, pues había que cumplir el juramento. La nueva esposa tenía que ser más bella y amable que la anterior.
Ni la Corte, ni el campo, ni la villa, ni los Reinos vecinos pudieron ofrecer tal modelo de perfecciones. Solamente la hija era más bella que la madre, y poseía atractivo que la otra no tuvo.
El propio Rey dióse cuenta de ello e, inflamado en ardiente amor, su imaginación le dio a entender que debía casarse con ella por estas razones. Consultó incluso casos que le demostraran que podía hacerlo. La joven Princesa, entristecida al oír hablar de aquella pasión, lamentábase y lloraba noche y día. Con el alma rebosante de angustia, fue a visitar a su madrina, que era un Hada. Al ver a la Princesa, el Hada le dijo:
- Ya sé lo que os trae y conozco el profundo pesar de vuestro corazón, mas no temáis. Contando conmigo nada os puede dañar siempre que os dejéis llevar por mis consejos. Acceder a las pretensiones de vuestro padre sería grave pecado pero, sin contradecirle, se le puede desengañar. Decidle que es menester que os regale, para colmar vuestros deseos y antes de que vuestro corazón corresponda su amor, un vestido que sea del color del tiempo. A pesar de su gran poderío y sus inmensas riquezas, nunca podrá cumplir.
La Princesa fue a comunicarle esto a su enamorado padre, quien inmediatamente mandó a decir a los sastres más famosos que si no le procuraban un vestido del color del tiempo, podían estar seguros de morir ahorcados todos.
No había nacido el segundo día, cuando trajeron ya el vestido deseado, de un azul incomparable incluso con el del mismo cielo. La niña no sabía qué decir ni cómo substraerse al cumplimento de su palabra.
- Princesa – le susurró su madrina – pedidle un traje más brillante aún y menos corriente, que sea del color de la luna. En verdad no os lo podrá ofrecer.
A penas la Princesa lo hubo pedido, el Rey dijo a su bordador:
- Que el astro de la noche no sea más resplandeciente que este traje, y que me lo entreguen sin falta antes de cuatro días.
El traje estuvo listo para el día señalado, y tal como el Rey lo había pedido. La Princesa, al admirar tan maravilloso atavío, estuvo casi decidida a dar su consentimiento; más, inspirada por su madrina, dijo al Rey:
- No estaré contenta hasta que tenga un traje más brillante aún. Que sea del color del sol.
El Rey, que la amaba con ardor, mandó a que se hiciera un traje magnífico, tejido con oro y brillantes; y antes de ocho días tuvo en sus manos la preciosa labor. La niña, confundida con tan preciosos dones, no sabía ya qué contestar a su padre; pero su madrina le dijo al oído:
- Es menester que no quedéis atascada en este punto. ¿Tan extraordinario es que os haga espléndidos regalos, mientras conserve el asno que llena sin cesar su bolsa de oro? Pedidle la piel del raro animal, al ser la fuente de todos sus recursos, os la negará.
Mucho sabía el Hada y, sin embargo, ignoraba aún que el amor violento, con tal de obtener la satisfacción, suele despreciar la plata y el oro. No bien la Princesa pidió la piel, le fue concedida.
Cuando se la presentaron, le produjo a la niña terrible espanto y, amargamente, empezó a lamentarse de su destino. La Madrina le recordó que quien obra bien no debe temer a nada, y le dijo que le convenía ahora engañar al Rey. Le diría que lo tomaría por esposo y luego, cuidadosamente disfrazada, partiría hacia un país lejano.
- He aquí – prosiguió – un cofre donde pondremos todos vuestros trajes, el espejo, el tocador, los brillantes y los rubíes. Os doy también mi varita: llevándola vos en la mano, el cofre os seguirá bajo tierra. Cuando queráis abrirle, no tendréis más que golpear el suelo y el cofre aparecerá ante vuestros ojos. Para que nadie os reconozca, la piel de asno resultará un disfraz perfecto: cubierta con ella infundiréis tal espanto, que nadie se atreverá a averiguar qué hay debajo de ella.
Disfrazada así partió la Princesa y, no bien hubo dicho adiós a su madrina, se enteró el Rey de su huída. Se registraron todas las casas y caminos sin tardanza, pero todo resultó inútil, no consiguieron encontrar a la niña. Una gran tristeza difundióse por doquier.
Entre tanto, la Princesa siguió su camino. Con el rostro cubierto con una costra de mugre, pedía limosna a los viandantes y buscaba colocarse como sirvienta, pero ni las gentes más humildes querían escucharla.
Caminó mucho y llegó lejos, hasta una alquería cuya dueña necesitaba una criada para los trabajos más rudos, tales como lavar los paños de cocina y limpiar la cochiquera. Allí fue tomada como sirvienta y puesta en una esquina de la cocina, donde los mozos insolentes y groseros se complacían en importunarla y contradecirla. Inventaban nuevas formas de burlarse de ella a cada momento.
Sólo los domingos podía descansar un poco, una vez terminado su trabajo de la mañana. Entonces se encerraba en su habitación y, quitándose toda la mugre, abría su cofre. Sacaba la mesita de tocador y ponía en ella todos sus tarros y peines. Contenta y satisfecha ante su espejo, se ponía a veces el vestido de color del Cielo, a veces el del color de luna, ya veces el del color del sol. Sin embargo, le disgustaba que la cola de los trajes no pudiera desplegarse en todo su esplendor, por el tamaño reducido de la habitación. Le gustaba verse joven, blanca y rosada, y cien veces más hermosa que las demás; y este suave placer le daba ánimo para soportar sus desdichas hasta el domingo siguiente.
En esa alquería se criaban las aves de un rey magnífico y poderoso. El príncipe, hijo de este rey, solía entrar en la agradable morada al volver de la caza, y tomar un refresco junto con los caballeros de su corte. Era un joven bello de porte regio. Piel de Asno lo veía de lejos con un sentimiento de ternura que le hizo reconocer que, bajo su mugre y sus harapos, aún latía un corazón de Princesa.
- ¡Qué aspecto tan notable! – se decía - ¡ Y cuán amable es! ¡Cuán afortunada será la hermosa a quien le dé su corazón! Si me ofreciera el más humilde atavío, me sentiría mejor que con todos los que tengo, por lujosos que sean.
Un día el joven Príncipe, mientras paseaba, atravesó el pasillo donde se hallaba la humilde habitación de Piel de Asno. Acometióle el deseo de mirar por el ojo de la cerradura y, como era día festivo, la joven iba espléndidamente ataviada. Llevaba adornos de brillantes y el magnífico traje que, tejido de oro y diamantes, igualaba la más pura claridad del sol. El Príncipe la contempló a gusto largamente y tan extasiado quedó, que ni se acordaba de respirar. Por bellos que fueran los atavíos, cien veces más le conmovían la hermosura del rostro, la nobleza de su aspecto y el pudor lleno de discreción y modestia, testimonios de la hermosura del alma.
Tres veces estuvo a punto de forzar la puerta pero, convencido de que estaba contemplando una divinidad, tres veces el respeto paralizó su brazo. Retiróse al palacio pensativo, suspirando día y noche. Ya no quiso ir a bailes, ni a cazar ni al teatro. Perdió el apetito. Una triste y mortal languidez le abatía a todas horas.
Preguntó por la hermosa joven que moraba en la pequeña habitación.
- Es Piel de Asno, y no es hermosa – le contestaron.
Pero era inútil que se lo dijeran, el Príncipe no lo creía.
Al preguntarle su madre, la Reina, por su mal, el Príncipe solo contestó que quería comer un pastel hecho por Piel de Asno. Entonces se le informó a Piel de Asno del pedido, y ella tomó todos los elementos necesarios y se encerró en su habitación para hacer mejor el trabajo. Una vez hecha la masa, la joven dejó caer un anillo dentro de ella.
Nunca salió pastel más apetitoso y, tan sabroso lo encontró el príncipe, que en su glotonería casi se traga el anillo. Al verlo, su corazón dio un vuelco, y lo guardó bajo la almohada.
Como el mal del Príncipe iba en aumento, los médicos dictaminaron que estaba enfermo de amor, y que debían casarlo.
- Accedo a ello, con tal de que me permitan casarme con aquella en cuyo dedo ajuste perfectamente este anillo.
Grande fue la sorpresa del Rey y de la Reina ante tan extraña petición, pero no se atrevieron a negársela.
Ante el rumor de que para acceder a la mano del Príncipe había que tener un dedo muy pequeño, hubo doncellas que probaron todo lo posible para que su dedo se adaptase al anillo: lo rasparon, le cortaron la piel y la carne y lo apretaron con fuerza. Primero se probaron las Princesas, las Marquesas y las Duquesas. Luego, las Condesas, las Baronesas y todas las damas nobles, sin resultado alguno.
Hubo que llegar finalmente a las criadas, las cocineras, las lavanderas. El anillo las rechazaba a todas con igual desdén.
Finalmente, creyeron la prueba terminada, pues quedaba solo la pobre Piel de Asno en el rincón de la cocina. Dijo el Príncipe:
- ¡Qué venga Piel de Asno!
Y todos comenzaron a reír a los gritos.
Cuando la joven mostró su pequeña mano de marfil, y el anillo ajustó, con precisión perfecta, a su pequeño dedo, la Corte quedó pasmada. Ella pidió que la dejaran cambiarse de vestimenta antes de ser llevaba al Palacio; y al aparecer con sus preciosos atavíos, eclipsó ella sola la belleza de todas las damas de la Corte.
El Rey y La Reina no cabían en sí de gozo al ver tan hermosa a la futura esposa de su hijo, y al Príncipe el alma le desbordaba de placer. Acto seguido, comenzaron los preparativos de la boda.
El Monarca invitó a todos los Reyes vecinos, los cuales llegaron vestidos con sus mejores galas. Más ningún príncipe o potentado llegó con tanto esplendor como el padre de la novia; que con el tiempo había purificado su alma del culpable enamoramiento de antaño. Ni bien la divisó, exclamó:
- ¡Alabado sea el Cielo, que me permite verte de nuevo hija mía!
Y entonces llegó la madrina, que contó para todos la historia por completo; lo cual aumentó aún más la gloria de Piel de Asno.