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La princesa de la Luna

Hace mucho, mucho tiempo, en un pueblo cercano a la capital, vivían dos ancianos muy afables que no habían tenido hijos. Todas las mañanas el anciano iba a la montaña a cortar cañas de bambú con las que fabricaba artesanías. Y como con tanto amor conocía el bosque y trabajaba, por todos era conocido como “el viejo de los bambúes”.

Un día, cuando estaba en el bosque cortando cañas, el anciano vio cómo relucía con brillo incandescente el tronco de una caña. Se acercó y lo acarició, casi cegado por esa luz tan extraña. Y después de palparlo, se decidió y lo cortó. Y vio que en su interior había una criatura muy hermosa, que no lloró cuando él la tomó en sus manos. Temblando de emoción, imaginaba 1a alegría de su esposa cuando viera a la pequeña.

La anciana recibió con agradecimiento a la niña, a la que consideró una hija venida del cielo, enviada por los dioses. Con las telas más ricas que había en la casa, le cosió vestidos, y aunque ellos eran muy humildes, le preparó un ajuar de princesa.

Al día siguiente, cuando el viejo regresó al bosque para seguir recolectando cañas, sintió que algo lo atraía hacia una en especial, la cortó y de ella se derramaron un montón de pesadas monedas de oro. Las recogió en su atado, y al volver a su casa y contarlas, se dio cuenta de que el destino los había hecho ricos de un día para otro: primero la niña, ahora el oro.

El tiempo comenzó a transcurrir de un modo insólito. La pequeña crecía muy rápido y pronto se convirtió en una joven bellísima, con una piel tan inmaculada que todos 1a llamaban “resplandeciente princesa”.

Su fama llegó a la capital, la ciudad de Miyako, y muy pronto comenzaron las peticiones de audiencia para conocerla. Un día, cinco caballeros de muy alto rango se presentaron en casa de los ancianos para solicitar al mismo tiempo la mano de la joven. Los ancianos se sintieron muy honrados y transmitieron estos y otros muchos pedidos a la joven.

Sin embargo, la joven no les contestaba y guardaba silencio. Los ancianos no querían forzarla a dar una respuesta, pero sentían que había un secreto, algo muy profundo que quería revelarles.

Un día la muchacha les pidió que la escucharan con atención, pues tenía que contarles algo sobre su verdadera naturaleza. Y sollozando les reveló que pertenecía a otro mundo, y que muy pronto, por designios superiores, se vería obligada a partir, abandonando ese hogar que tanto amaba. Los ancianos escuchaban atónitos, sin poder dar crédito a sus oídos.

La niña había nacido en la capital de la Luna, y estaba prometida en matrimonio a su Rey. Esa luna que brillaba a lo lejos era su patria a la que debía volver. La próxima luna llena una comitiva descendería por los Cielos a buscarla y nada podría impedirlo.

La historia llegó a oídos del Emperador en Miyako, que organizó una estrategia de defensa. El día anunciado, cuando la Luna llena dominaba con su esplendor, cientos de guerreros llegados desde la capital se apostaron en los techos de la mansión de los ancianos, con arcos y flechas, muchos también con lanzas, dispuestos a impedir que la comitiva llegada de la Luna les arrebatara a la joven. Tensos y con la mirada fija en el cielo, apuntaban con sus armas a la esfera de la Luna. Y de repente, sucedió algo: una luz muy suave, difusa, envolvente, se fue extendiendo por todo: una luz casi plateada, fría pero más poderosa que la propia luz del Sol.

Envueltas por esa luminosidad que enceguecía, en una nube vaporosa, vestidas con ropajes que flotaban etéreos, fueron descendiendo en un vuelo zizagueante e hipnótico, las doncellas de la luna. Los soldados no podían mantenerse tensos, sus músculos se aflojaban, los arcos y las flechas caían de sus manos, y se derrumbaban como borrachos, abatidos por un sopor más fuerte que el provocado por el más potente de los narcóticos.

La comitiva de doncellas llegó hasta donde las aguardaba la muchacha, y anunciaron con voces muy suaves y a coro, que había llegado la hora de partir.

La princesa resplandeciente era ahora verdaderamente la princesa resplandeciente. Su origen real que no era de este mundo resultaba patente en esta partida magnífica que diluía la potencia de los hombres.

Antes de subir al carruaje lunar, quiso agradecer a sus padres ancianos, sus padres terrenales que tanto la habían cuidado, la bondad que le habían prodigado. Y también pidió que transmitieran al Emperador de Miyako su agradecimiento por haberle ofrecido tan nobles pretendientes. La princesa vistió su etéreo traje de vuelo, y rogó a todos que no se entristecieran por su partida.

Y así se fue, dejando para el Emperador una carta de despedida y un elixir de larga vida. Su ascenso por los aires, acompañada por su séquito de doncellas, se realizó en medio de nubes que se iban desflecando a su paso. Nadie podía apartar los ojos de esa carroza que subía con ligereza por los aires...

El Emperador recibió los obsequios. Pero los mandó quemar. Tanto la carta como el elixir de larga vida fueron arrojados al fuego. Sin la princesa le pareció que no tenía sentido conservarlos.

Esta historia, bella y triste, fue transmitida por varias generaciones, y así perdurará para siempre en la memoria de todos.

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