
El rey en el cesto
Recopilado por Italo Calvino
Había una vez un leñador de la Corte, y este leñador de la Corte tenía tres hijas. Un día el Rey le ordenó que fuera a hacer un trabajo fuera de lo habitual, algo así como cortar un bosque en un paraje remoto, una tarea que le demandaría años. Este hombre no podía decirle al Rey: “No voy”, porque también debía ganarse el sustento; pero le dolía irse tan lejos a causa de las hijas, a quienes debía dejar solas. Volvió a casa muy afligido.
- Muchachas, Su Majestad me ha ordenado este trabajo. Es necesario que las deje. Pero quiero que accedan a una cosa.
- Dinos, papá.
- Antes de partir, quiero tapiar la puerta de casa con una pared, de manera que nadie pueda entrar ni ustedes puedan irse.
- Si te parece, papá, nosotras nos conformamos.
El leñador hizo tapiar la puerta de casa, y a las muchachas les dejó dinero y todo lo necesario. Después dijo:
- Tomen este cesto grande, sujétenlo a la soga del pozo y cuando pase uno de esos vendedores ambulantes, bájenlo con el dinero adentro, así pueden comprar todo lo que necesitan.
Se dijeron adiós, se abrazaron, lloraron y el padre se fue. Los albañiles ya estaban listos y terminaron de tapiar la puerta, porque habían dejado un boquete para pasar.
Las tres muchachas, al no poder salir, estaban siempre asomadas a la ventana tomando aire. Las vio el Rey y se dio cuenta de que nunca había visto muchachas tan hermosas. Entonces se vistió de mercader y pasó bajo la ventana, gritando:
- ¡A las madejas de oro! ¡A las lindas madejas de oro!
Las muchachas pensaron en comprar algunas para sus labores de recamado. Lo llamaron.
- ¿Qué ordenan las señoras? -dijo él.
- ¿A cuánto las tiene, las madejas de oro?
- Tres cequíes - dijo él. Un precio caro, porque como era Rey no tenía una idea precisa del valor del dinero; pero las muchachas le bajaron un cequí en el cesto y le dijeron que pusiera adentro las madejas.
- Ojo, que pesan mucho. ¿Pueden subirlas?
- ¿Cómo no las vamos a subir? ¡Somos tres!
-¡Ahora, tiren! -dijo entonces el Rey. Y se metió en el cesto.
Cuando, después de subir el cesto con grandes esfuerzos, las hermanas vieron que adentro había un hombre, quisieron tirar abajo el cesto con todo. Pero el hombre se aferró a la ventana y dijo:
- ¡Alto! ¡Soy el Rey! ¡Como sabía que estaban solas, vine a hacerles compañía!
Las muchachas se abrazaron y dijeron:
- Majestad, somos muchachas humildes. ¿Cómo podemos recibir a alguien de su condición?
- No se preocupen - respondió el Rey-. No voy en busca del lujo. Vengo a casa de ustedes para pasar una hora, porque son hermosas y sin duda son buenas -y añadió: -¡Cuánto lamento que no esté el padre de ustedes! Porque esta noche doy una gran fiesta y es una lástima que no pueda suplicarle que las deje asistir.
- Muy gentil - dijeron las muchachas con una reverencia-, muy gentil.
- Cuando el padre de ustedes haya vuelto, daré otras fiestas -dijo el Rey-, y ustedes vendrán.
Así entablaron una grata conversación durante una hora, y después el Rey se hizo bajar en el cesto. Las tres hermanas se quedaron hablando con entusiasmo acerca de la visita del Rey.
- ¿Pero qué se creen? -dijo la menor-. ¿Que esta noche yo no me hago bajar en el cesto?
- ¿Bajar? ¿Y para qué?
- Ustedes bájenme: después verán -las convenció, y las hermanas la bajaron por la ventana.
La muchacha, que se llamaba Leonetta, llevó consigo el cesto y fue al Palacio Real. Entró por la puerta de la cocina; como los guardias estaban en la puerta principal, pudo entrar. En ese momento los cocineros habían ido a la entrada para espiar la llegada de los invitados, y habían dejado las hornallas abandonadas. Leonetta empezó a agarrar cosas y a meterlas en el cesto: pollo asado, cordero al espetón, macarrones, tortas almendradas; y lo que no podía llevarse, lo rociaba con agua y cenizas, de manera que todo quedaba empapado. Luego huyó con el cesto lleno de todo tipo de manjares. Al llegar bajo el ventanal, lanzó un silbido y las hermanas la subieron a ella con todo lo que traía.
Al día siguiente, cuando escucharon “¡A las lindas madejas de oro!”, bajaron el cesto y subieron al Rey. El Rey tenía cara compungida.
- ¿Qué le pasa hoy, Majestad?
- Oh, niñas mías, ¿saben lo que me sucedió ayer a la noche? A la hora de comer, los sirvientes van a la cocina y encuentran todos los platos arruinados con agua y cenizas, un desastre, no se podía comer nada. Se arrojaron todos a mis pies, clamaron que eran inocentes y les creí. Pero hay algún astro maligno que la tiene conmigo, o un traidor que quiere usurparme el trono. Hice poner guardias por todas partes para la fiesta de esta noche. Si descubro quién es, el pedacito más grande que deje de él será como un granito de arena.
Las muchachas se compadecieron.
- ¡Pero, no me diga! ¿En serio? ¿Pero cómo puede haber gente que haga estas cosas?
Y la más consternada era Leonetta:
- Pero yo no sé, con un Rey tan bueno, ¿cómo puede haber gente con esas ideas en la cabeza?
Y el Rey se fue, algo consolado por haber encontrado tanta comprensión en las tres hermanas.
A la noche, Leonetta dijo a las otras dos:
- ¡Vamos, rápido, bájenmel
- ¿Pero estás loca? -le dijeron las hermanas-. ¡Esta noche te quedas en casa! ¡Después de la que armaste ayer, imagínate si vamos a bajarte! ¿No escuchaste lo que dijo el Rey?
Que sí que no, que no que sí, terminaron por bajarla. Leonetta fue al Palacio Real con el cesto y, en lugar de entrar por la cocina, que estaba vigilada por los guardias, bajó a la bodega. Ahí tenía para ella los mejores frascos y las mejores botellas; cuando hubo llenado el cesto, destapó los toneles y escapó.
Al día siguiente, el Rey se hizo subir en el cesto, más muerto que vivo.
- ¿Qué le ocurrió, Majestad?
- Ni les cuento, niñas mías: ayer respetaron la cocina, pero en lo mejor de la fiesta, cuando di orden de que trajeran de beber a los invitados, los sirvientes fueron a la bodega y la encontraron anegada a tal punto que el vino les llegaba a las rodillas, con todos los toneles destapados que todavía seguían chorreando.
- ¡Pero cómo es posible, Majestad!
- Queridas muchachas, son malos tiempos. Debe tratarse de toda una conspiración para despojarme del trono… Esta noche pondré doble guardia, y si pesco a uno de esos traidores, ¡un granito de arena será cien veces más grande que el pedazo más grande que deje e él!
-¡Oh, Majestad, tiene razón! -decía Leonetta-. ¡Hacerle estas cosas a un señor tan bueno!
Esa noche las hermanas no querían saber nada de bajarla. Pero ella tanto dijo y tanto hizo que la pusieron en la cesta, declarando:
- Bien, haz lo que quieras. Nosotras ya mismo le escribimos a nuestro padre que no nos responsabilizamos de lo que haces.
Esta vez la cocina y la bodega estaban llenas de guardias. Leonetta se introdujo en el guardarropa y se apropió de cuanta capa, pelliz, sombrero con plumas y bota pudo meter en el cesto. Luego prendió fuego al resto y escapó.
En casa, lo primero que las tres hermanas hacían cada mañana era ocultar todo de manera que el Rey al venir no se diera cuenta de nada. Así que ese día tuvieron un buen trabajo para esconder todos los vestidos que se habían probado una y otra vez toda la noche. Se volvieron a poner sus ropas habituales, pero Leonetta se olvidó en los pies un par de escarpines de plata.
El Rey, cuando subió en el cesto, estaba ojeroso y con los cabellos en desorden.
- ¡Si ustedes supieran, muchachas! -dijo-. ¡Llegaron incluso a intentar el incendio de mi palacio! ¡Afortunadamente acudimos a tiempo, pero el guardarropa quedó medio quemado! Ahora no daré más fiestas, no haré más nada, casi tengo ganas de abdicar y dejar la Corona.
-¡Traidores! -le hacía eco Leonetta-. ¡Un señor tan bondadoso!
Llegó la hora en que el Rey solía retirarse y las hermanas lo bajaban. Pero mientras el canasto descendía, el Rey miró hacia arriba y vio los escarpines de plata de Leonetta.
-¡Ah, traidora! -gritó, y trató de encaramarse a la ventana. Entonces las hermanas soltaron la soga todas a un tiempo y el Rey se fue al suelo en el cesto, y casi creían que se había matado, pero luego se levantó y se fue bastante maltrecho.
Llegó al palacio cojeando y de inmediato meditó su venganza. Escribió al leñador que volviera cuanto antes, pues tenía que hablar con él. El leñador, que esperaba estar lejos quién sabe cuántos meses, se sintió muy contento de volver, y mucho más contento cuando el Rey le pidió la mano de una de sus hijas.
- Cualquiera de las tres -le dijo-. La que me quiera.
El leñador fue a casa y les comunicó la propuesta.
- Yo no, papá -dijo la más grande-, realmente no me gustaría . . .
- Yo tampoco, papá - dijo la segunda-, porque. . .
- Yo lo acepto -dijo inmediatamente Leonetta.
El leñador volvió a casa del Rey y le dijo:
- Majestad, ya hablé con mis hijas. La primera respondió: “Yo no, realmente no me gustaría...”, la segunda respondió: “Yo tampoco, porque . . .”, y en cambio la tercera: “Yo lo acepto.”
Entonces el Rey se dijo: “Entonces ella es la más descarada, la que produjo todos los desastres”, y le anunció al leñador:
- Entonces me caso con la tercera.
Se concertaron las bodas para pocos días más tarde. La novia tenía a sus órdenes varias damiselas de la servidumbre de palacio. Les dijo:
- Escuchen: quiero hacerle una broma al Rey.
- ¿Qué, señora, qué quiere hacer?
- No digan nada, por favor: quiero hacer una mujer de pasta, de mi tamaño, con el pecho de azúcar y miel, y que tenga hilos que le hagan decir sí y no con la cabeza. Quiero ponerla en la cama, en mi lugar, para ver si el Rey se da cuenta.
Las damiselas se esmeraron y fabricaron la mujer de pasta. Ella la hizo acostar en el lecho nupcial, con su bata y su cofia de noche.
Después de la boda vino el banquete, la cena, y al fin el momento de ir a acostarse. Leonetta pidió ir en primer lugar, y se ocultó abajo de la cama, teniendo en la mano los hilos para mover a la mujer de pasta.
Entró en la habitación el Rey, cerró la puerta, y dijo:
- ¡Ahora nos toca a nosotros, querida mía! ¡Finalmente estás en mis manos! ¿Te acuerdas de cuando me decías: “Usted es un señor tan bondadoso, Majestad. . .?”
- Sí, me acuerdo -dijo Leonetta desde abajo de la cama, moviendo la cabeza de la mujer de pasta.
- ¿Ah, sí? ¿Y quién era la que me arruinaba la cocina?
- Yo, Majestad -decía Leonetta, y la mujer de pasta movía la cabeza y las manos.
- ¡Impostora! ¿Y quién me arruinaba la bodega?
- ¡Yo, Majestad!
- ¿Y el guardarropa?
- ¡Siempre yo, Majestad!
- ¡Y tú crees que puedo tolerar esos desmanes!
- ¡No sé, Majestad!
No acababa de decirlo cuando el Rey desenvainó la espada y la clavó en el pecho de la mujer de pasta, pensando que era su mujer, y quedó totalmente salpicado de miel y azúcar.
- Ahí tienes, acabo de matarte . . . --se puso a gritar-. ¡Así lo has querido! -y sintiendo el gusto del azúcar y la miel en los labios: -Y sin embargo, estabas hecha de miel y azúcar. ¡Podíamos ser felices! ¡Si aún vivieras, te querría muchísimo!
Y Leonetta, de abajo de la cama, con una vocecita lánguida:
-Estoy muerta...
-¿Pero qué hice? -se decía el Rey-. Mi Leonetta de azúcar y miel . . . ¡Si todavía vivieras, te querría mucho!
-Ya estoy muerta -decía Leonetta.
-¡Sí estás muerta, es mejor que muera yo también! -dijo el Rey, y se preparó para arrojarse sobre la espada.
-¡No, que estoy viva! ¡Estoy viva! -gritó Leonetta saltando de abajo de la cama y abrazándolo.
Se estrecharon con fuerza, se besaron, y a partir de entonces vivieron amándose, felices como pascuas.